lunes, 13 de enero de 2020

Cuando las trompetas se apagaron

Quizás éste no sea el mejor lugar para compartir esto, pero llevo unos días con la necesidad de hacerlo. Probablemente ésta sea mi entrada más personal.








Escribí “Historia triste para mamá” cuando aún no sabía que aquella pequeña jirafa tendría que recibir muchísimo dolor más. Un dolor que ella nunca pidió.

CUANDO LAS TROMPETAS SE APAGARON

La pequeña jirafa había crecido. Ya no era la pequeña que despertaba lástima incluso cuando iba a comprar el pan. Ya no era la pequeña que había prometido a su padre que ella siempre iba a quererle.
Creció pidiéndole cada noche un cuento triste para su mamá, porque estaba segura de que ella no desaparecería mientras alguien la recordara, mientras la pequeña jirafa se asegurara de que todo lo que hacía bien lo hacía por ella.
Pero nunca había cuentos sobre su mamá, porque ninguna de las noches quiso Papá contarle alguno. Durante muchos años, creyó que su Papá no se acordaba de ella, hasta que un día se levantó sabiendo que lo que ocurría en realidad era que su Papá no quería acordarse de ella. O quizás no podía.
Pasaron algunos años, nunca los suficientes, en los que el papá al que ella prometió querer e incluso cuidar, se convirtió en “El Sargento”. La pequeña jirafa, ya no tan pequeña, aprendió a vivir bajo el sonido de aquellas trompetas. Incluso aprendió a querer aquellas trompetas.
Pero un día, demasiado pronto, las trompetas se apagaron.
Y la pequeña jirafa está triste. Más triste que nunca. Pero está enfadada. Y eso, extrañamente, duele todavía más que el silencio de las trompetas.

Porque Papá supo, Papá sabía, que algo iba muy mal. Era lo suficientemente listo como para saberlo. Desde hacía más de medio año El Sargento sabía que las trompetas sonaban diferente. Probablemente raro. Probablemente mal. Pero no quiso que nadie lo notara, que nadie probara a ver si se podían volver a afinar las armónicas notas de los himnos militares de siempre. El Sargento incluso sabía cuál podía ser la razón por la que sonaban tan  mal. Pero no quiso contar ese cuento. O quizás no pudo.
Tenía miedo, pero no quiso hablar de ello. O quizás no pudo. Y cuando la pequeña jirafa notó que solo sonaban algunas notas, las más feas, ya era tarde.
La pequeña jirafa se asustó mucho cuando Papá le dijo que la quería, porque eso El Sargento no lo hacía. Ya no lo había vuelto a hacer nunca desde que se convirtió en Sargento. Ya no lo había vuelto a hacer nunca. Y la pequeña jirafa no sabía cómo querer, cómo cuidar al Papá que le dijo eso una única vez. Un solo “te quiero”, ni siquiera verbalizado, sólo escrito, hicieron resonar una melodía antigua. Una que no recordaba si había olvidado. La música del amor. La música del miedo. La música de la certeza.
Y sabiendo todo eso, ni siquiera los expertos en instrumentos de viento pudieron arreglar la ridícula delgadez del Sargento, aquella capa de grasa invernal que tanto tiempo y dinero le había costado., como él gustaba decir.  No pudieron arreglar las notas discordantes y no supieron evitar que las trompetas sonaran como un tambor neblinoso durante un tiempo.
Y un día, cuando aún era demasiado pronto, las trompetas dejaron de sonar. Sólo quedó el silencio. Roto por el propio instrumento de la pequeña jirafa, ajena a que de repente, había aprendido a tocar algo. No lo sabía. Aún hoy no sabe qué es. Y no quiere contarlo. O quiz´´as no puede. Porque tiene miedo.