Escribí “Historia triste para
mamá” cuando aún no sabía que aquella pequeña jirafa tendría que recibir
muchísimo dolor más. Un dolor que ella nunca pidió.
CUANDO LAS TROMPETAS SE
APAGARON
La pequeña jirafa había crecido.
Ya no era la pequeña que despertaba lástima incluso cuando iba a comprar el
pan. Ya no era la pequeña que había prometido a su padre que ella siempre iba a
quererle.
Creció pidiéndole cada noche un
cuento triste para su mamá, porque estaba segura de que ella no desaparecería
mientras alguien la recordara, mientras la pequeña jirafa se asegurara de que
todo lo que hacía bien lo hacía por ella.
Pero nunca había cuentos sobre su
mamá, porque ninguna de las noches quiso Papá contarle alguno. Durante muchos
años, creyó que su Papá no se acordaba de ella, hasta que un día se levantó
sabiendo que lo que ocurría en realidad era que su Papá no quería acordarse de
ella. O quizás no podía.
Pasaron algunos años, nunca los
suficientes, en los que el papá al que ella prometió querer e incluso cuidar,
se convirtió en “El Sargento”. La pequeña jirafa, ya no tan pequeña, aprendió a
vivir bajo el sonido de aquellas trompetas. Incluso aprendió a querer aquellas
trompetas.
Pero un día, demasiado pronto,
las trompetas se apagaron.
Y la pequeña jirafa está triste.
Más triste que nunca. Pero está enfadada. Y eso, extrañamente, duele todavía
más que el silencio de las trompetas.
Porque Papá supo, Papá sabía, que
algo iba muy mal. Era lo suficientemente listo como para saberlo. Desde hacía
más de medio año El Sargento sabía que las trompetas sonaban diferente.
Probablemente raro. Probablemente mal. Pero no quiso que nadie lo notara, que
nadie probara a ver si se podían volver a afinar las armónicas notas de los
himnos militares de siempre. El Sargento incluso sabía cuál podía ser la razón
por la que sonaban tan mal. Pero no
quiso contar ese cuento. O quizás no pudo.
Tenía miedo, pero no quiso hablar
de ello. O quizás no pudo. Y cuando la pequeña jirafa notó que solo sonaban
algunas notas, las más feas, ya era tarde.
La pequeña jirafa se asustó mucho
cuando Papá le dijo que la quería, porque eso El Sargento no lo hacía. Ya no lo
había vuelto a hacer nunca desde que se convirtió en Sargento. Ya no lo había
vuelto a hacer nunca. Y la pequeña jirafa no sabía cómo querer, cómo cuidar al
Papá que le dijo eso una única vez. Un solo “te quiero”, ni siquiera
verbalizado, sólo escrito, hicieron resonar una melodía antigua. Una que no
recordaba si había olvidado. La música del amor. La música del miedo. La música
de la certeza.
Y sabiendo todo eso, ni siquiera
los expertos en instrumentos de viento pudieron arreglar la ridícula delgadez
del Sargento, aquella capa de grasa invernal que tanto tiempo y dinero le había
costado., como él gustaba decir. No
pudieron arreglar las notas discordantes y no supieron evitar que las trompetas
sonaran como un tambor neblinoso durante un tiempo.
Y un día, cuando aún era
demasiado pronto, las trompetas dejaron de sonar. Sólo quedó el silencio. Roto
por el propio instrumento de la pequeña jirafa, ajena a que de repente, había
aprendido a tocar algo. No lo sabía. Aún hoy no sabe qué es. Y no quiere
contarlo. O quiz´´as no puede. Porque tiene miedo.